12 de octubre de 2010

Julia

No me gusta la lluvia, no me gusta nada en absoluto. Y también aborrezco a la gente a la que la le parece poética y bonita. Bien, pues a mí no. Me parece estúpido que pueda gustarles pasarse el día tras un cristal bebiendo café o leyendo un libro. Aburridos y sin poder salir. O saliendo y empapándote entero sólo para pillar un buen resfriado. Del lugar de donde yo vengo nunca hay lluvia. Apenas hay agua y los ríos son corrientes inconstantes y terrosas que transcurren por mitad del campo. Es lo que me gusta, el aire seco, ese calor tan agradable. Los campos que se mueven con el viento al caer la tarde. Los grajos haciendo sus ruidos y las viejas con sus mandiles respondiendo a todo con dichos y refranes añejos. Eso sí me gusta, me hacía sentir en casa. La abuela llamándome a cenar pan frito y mi tía metiéndome prisa para que terminara de asearme con el barreño. Aun puedo sentir el olor a jabón de pastilla, era de aceite de oliva. Me dejaba la piel muy suave, aunque luego se me quedara un poco reseca por el viento. Pero era la única vida que conocía y me gustaba. No era una de esas personas infelices que se atrapan a sí mismas por vivir en un pueblo pequeño. No tenía ambiciones más allá de la plaza de la Iglesia y nunca pensé en marcharme a conocer otros lugares o a estudiar a la ciudad.

Yo era feliz en la escuela del pueblo, ayudando en casa y subiendo por las tardes a pasear por el castillo o bajando al río a espiar mariposas y renacuajos. Me sentaba yo sola en una orilla, a esperar. Podían pasarme incluso un par de horas sin que me moviese de allí. Perseguía a las libélulas con la vista y me quedaba muy quieta para que los gatos se atreviesen a acercarse por allí. Lo que no me gustaba tanto era la iglesia de los domingos y el catecismo de los martes. La abuela sabía que lo odiaba, pero me obligaba a ir de todos modos. “Te pongas como te pongas” me decía. Algunas veces me encontraba con la Teresa y nos escapábamos las dos juntas. El párroco fingía no enterarse pero eso era porque el tenía todavía menos ganas que nosotras de ir al catecismo y cuantas menos fuéramos más ligera se le pasaba la tarde. Pero cuando nos portábamos mal si que sabía amenazarnos con dar parte de aquello a las madres y abuelas.

Las más de las veces íbamos detrás del molino, a fumar el tabaco que Tere le cogía a su hermano cuando se iba al bar. La verdad es que yo lo hacía por seguirle la corriente, pero aquella libertad me sabía amarga.

2 comentarios: